Una tierra virgen, una región desconocida o las profundidades de una caverna : el artista siempre pisa por vez primera, se adentra en la maraña, se interna por caminos que parecen conducirlo hasta los orígenes, hasta la fuente de la creación, que permita una identificación de tiempos distantes pero coincidentes por el acto. Incertidumbre e inquietud, temor y temblor acompañan en el trayecto, al final del cual se revela lo nuevo, lo nunca visto. Hacer visible el descubrimiento: no es otro el objetivo de la obra de arte. La tela ofrece el espacio con el que cuenta el pintor para concentrar el mundo descubierto y marcar sus límites. Al objeto del descubrimiento se le puede llamar de muchas maneras. Bram Van Velde lo denominó ‘vida’, esa realidad oculta a toda mirada que no atraviesa los velos y no se instala en el vértice del abismo. La experiencia interior reclama la expresión que no surge sin drama, sin la implicación de todo el ser que agónicamente se confronta con el blanco desafío de la tela. Hacer visible lo invisible y ofrecerlo al espectador que puede abarcarlo con una sola mirada. Todo un mundo está ahí concentrado, y son los colores, los puntos y las líneas los que en una complejidad de signos narran el secreto y el tesoro arrancado de las entrañas de la tierra. En la cultura del Occidente europeo hay una historia privilegiada por encima de cualquier otra para narrar el misterio de la vida. Se encuentra en un texto sagrado y por tanto posee una elevadísima dimensión religiosa y teológica, pero albergando en su núcleo una enseñanza que trasciende los dogmas y las creencias, como se comprende desde la tradición mística. Se trata de la Anunciación cuya versión más detallada la ofreció Lucas: el diálogo entre el mensajero de Dios, el ángel Gabriel, y una doncella de Nazaret llamada María. El ángel entra en la casa de María con un saludo que le espanta, para seguidamente anunciarle su concepción. Ella le pregunta cómo podrá suceder eso sin haber conocido varón, y, oída la respuesta del ángel que le recuerda que “para Dios nada es imposible”, acepta como sierva la voluntad del Señor. Oigamos la versión de Lucas (I,26):
“Al sexto mes fue enviado por Dios el ángel Gabriel a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María. Y entrando, le dijo: “Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo.” Ella se conturbó por estas palabras, y discurría qué significaría aquel saludo. El ángel le dijo: “No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios; vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. Él será grande y será llamado Hijo del Altísimo, y el Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin. “ María respondió al ángel: “¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón?” El ángel le respondió: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios. Mira, también Isabel, tu pariente, ha concebido un hijo en su vejez, y este es ya el sexto mes de aquella que llamaban estéril, porque ninguna cosa es imposible para Dios.” Dijo María: “He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra.” Y el ángel dejándola se fue.”
Se preguntaba el filósofo Peter Sloterdijk en su gran obra Esferas en qué onda debió hablar el ángel con María para que sucediera su inmediata aceptación. María entra en contacto con la absoluta alteridad no sólo por la vista, sino por el oído, y el lector-espectador se enfrenta ante el encuentro imposible entre dos planos distintos de realidad, la sobrenatural y la natural, tratando de ver/comprender lo que de un modo radical se oculta a la vista: la concepción de María, el engendramiento de lo que no puede entenderse sino como el mayor misterio de las relaciones entre la sobrenaturaleza y la naturaleza: el engendramiento de Dios que se hace hombre. Algunas épocas de la historia de la cultura europea dedicaron grandes esfuerzos artísticos por visualizar esta historia. Entre éstas, aquella que se extiende desde principios del siglo XIV hasta mediados del siglo XVI en Italia, parece constituir una de las más fértiles en la elaboración plástica de la Anunciación, fundamentalmente debido a las soluciones que fue aportando para comprender la invasión de lo sagrado en el mundo profano. Elijo este periodo de intensa recreación del tema como contrapunto a la obra de Mapi Rivera titulada Anuntius, en donde la tela se ha sustituido por unos fondos neutros ante los que se sitúan dos cuerpos desnudos de mujer, -uno de ellos es la propia artista-, y algunos otros elementos como por ejemplo, las flores de lis, que decididamente tienen la intención de situar las escenas fotografiadas dentro de la tradición iconográfica de la Anunciación. La obra de Mapi Rivera desplegada en un conjunto de fotos, cajas de luz y videos, emplea un lenguaje artístico próximo al de, por ejemplo, un Bill Viola, mostrando la misma exigencia que el artista americano de ofrecer imágenes nuevas que, sin embargo, están en claro diálogo con la pintura del trecento y quattrocento. La intensidad de las imágenes de Mapi Rivera deriva de la experiencia interior que las nutre, según se manifiesta también en los textos que las acompañan; una experiencia que alienta su proceso creador al menos desde el año 2001, y que puede definirse como ‘experiencia de luz’. En Anuntius, obra ya prefigurada de algún modo en su exposición del 2004 titulada Ilaluzes, tal experiencia cristaliza en el encuentro con el Cuerpo de luz, expresión que nos sugiera la mística sufí de raíz platónica.
I.
El sujeto que experimenta, la artista, es la protagonista de las imágenes que configuran Anuntius. Su cuerpo desnudo, brillante, se confronta con otro cuerpo de mujer también desnudo. Ambos cuerpos están separados o unidos por un hilo de fluorescencia (gratia plena I). Son cuerpos ingrávidos sobre un fondo blanquecino grisáceo. El costado izquierdo del segundo cuerpo está iluminado y su claridad contrasta con la penumbra que inunda el resto. La posición de ambos cuerpos es simétrica con respecto al eje lumínico con una postura de brazos contraria y con los dedos de las manos abiertos, en tensión como todo el cuerpo en salto. La desnudez de los cuerpos que se ofrece íntegra a la mirada del espectador, es claro indicio del proceso a la que la artista ha sometido tanto a su propio ser como a la tradición plástica que la precede. En efecto, su desnudez no sucede sin más. Los trajes que envolvían su cuerpo fueron “descosidos” hasta encontrar la desnudez en una serie de transformaciones semejantes a las de la mariposa, en una mutación de pieles que buscan encontrar al nuevo ser. Los rituales de paso hacen su aparición en Ilaluzes al tiempo que lo que la artista denominara des-coser encuentra claras resonancias en lo que en la tradición de la mística occidental hasta Simone Weil se ha denominado descreación. Las nuevas palabras emergen para dar entrada a la expresión de lo que con enorme dificultad puede ser expresado, porque remiten al terreno de lo oculto, al espacio de la interioridad, invisible e innombrable. No voy a remontarme más allá; sólo al tiempo en que el cuerpo fue despojado de las vestiduras, lentamente, en busca de lo que permanece, de lo que no es accesorio sino de lo esencial. El cuerpo desnudo es símbolo de la verdad que se muestra en su belleza. Para poder verlo ha sido necesario desandar un camino, descoser los vestidos, descrear lo creado. Puede entenderse este proceso como una purificación, una limpieza, un vaciamiento, absolutamente necesario para la construcción del templo interior, allí donde se espera la llegada de Dios, el nacimiento del hijo en el alma, como decía el maestro Eckhart. Naturalmente el cuerpo físico no es sino símbolo del templo interior, pero no se relaciona con éste en oposición analógica, sino en coincidencia: el cuerpo es el lugar del acontecimiento, natural y sobrenatural. En la tradición iconográfica occidental el cuerpo de María está aludido en la escena de la Anunciación a partir de múltiples metáforas: es su casa, allí donde entra el ángel, a la que dan forma las arquitecturas en perspectiva, su habitación donde se encuentra su lecho que apenas deja ver una puerta entreabierta, el cofre cerrado a veces sorprendentemente iluminado, el vaso que contiene flores situado por lo general en primer plano entre el ángel y María, el libro que ella sostiene o la puerta cerrada del fondo en la que converge. Podrían multiplicarse las metáforas o los símbolos del cuerpo como receptáculo y contenedor, así como las continuas alusiones a su situación abierta o cerrada. Aquí, al mostrar desnudo el cuerpo se ha prescindido de todo lo demás que insistentemente lo reitera. Se ha operado una reducción, como una partitura para orquesta transformada en otra de cámara, según los arreglos típicos de un Arnold Schönberg, por ejemplo. La iconografía tradicional ha sido pues, “reducida”, para mostrar sólo la esencia. Eso es, me parece, lo que define la relación que mantiene Anuntius con las Anunciaciones tradicionales, al menos en lo que respecta al plano iconográfico. Comencemos por describir esta Anunciación en su diálogo con la tradición, en lo que conserva y en lo que transforma.
El fondo de oro sirvió para situar el encuentro entre el ángel y la Virgen en las Anunciaciones del Trecento, las de un Simone Martini para la catedral de Siena (1333) (Fig. 1) o de Ambrogio Lorenzetti (1344) (Fig. 2). Toda la luz quedaba así como petrificada en un espacio “otro”, sagrado, contrastante con los pavimentos resueltos a veces con dibujos en perspectiva que nos instalan en el mundo de lo habitable. En Anuntius la neutralidad del gris/blanco, más o menos iluminado, que a veces cede paso a tonos azulados contaminados por el manto azul que en una serie fotográfica se añade al cuerpo desnudo, proporciona un fondo indiferente para ubicar los cuerpos y el suceso. Un suceso que no ocurre ni aquí ni allá, ni en casa ni fuera de ella, ni en este mundo ni en el otro, parece querer decirnos. Y esa neutralidad indiferente proporciona la sensación de extrañeza, ajena a cualquier cotidianidad, pues además define un lugar en que los cuerpos no están sometidos a las leyes de la gravedad. Elevados, erguidos, situados cada uno en los dos espacios que crea el fluorescente, uno frente a otro se miran como en un espejo sino fuera por las distintas posturas de los brazos que ya indican la comunicación recién establecida, el diálogo gestual. En uno de los textos de Mapi Rivera para esta exposición leemos: El ángel es la visión del propio rostro/que se contempla más allá del Universo. El suceso es efectivamente el encuentro con el ángel, desdoblamiento del propio ser en “otro”, que de pronto aparece, ‘transparece’, como diría Henry Corbin, para guiar al alma en su viaje de retorno al hogar que es el Oriente de luz. Místicos como Avicena o Shoravardi relataron el exilio del alma de Occidente, la tumba o prisión de la que se libera aquel que logra ver el rostro del ángel. La simbolización del alma, lo cual significa la visión del alma en la figura del ángel, coincide con el despertar de la vida interior atestiguada no sólo en las tradiciones orientales, sino también en las occidentales, como por ejemplo enseña el caso de Hildegard von Bingen (siglo XII). Desde Avicena a Dante este acontecimiento interior que conocemos como el ‘despertar del alma’ fue relatado dentro del género de literatura visionaria bajo la forma de un viaje o una peregrinación, y puede rastrearse la repentina aparición de elementos aislados en las literaturas modernas, como por ejemplo encontramos en la obra de un Gérard de Nerval. El relato de Lucas es un encuentro con el ángel, aspecto extraordinario del acontecimiento que, sin embargo, ha quedado disminuido por el énfasis puesto en la concepción. En Anuntius el cuerpo de la izquierda es el desdoblamiento del primer cuerpo, aquel que se perfila en la visión de la luz, manifestación primera de la experiencia visionaria.
II.
Las imágenes destacan y se concretan en las inundaciones lumínicas, los resplandores, y las chispas que ve el ojo interior. Toda yo me he abierto para la visión de la luz y la visión se ha abierto derramándose y expandiéndose, llenándolo todo, relata Mapi Rivera. Un cuerpo abierto y luz son, en efecto, los elementos que componen este relato: la luz del segundo cuerpo que es el ángel, la luz concentrada en el hilo de fluorescencia que identificamos con un elemento iconográfico fundamental en la Anunciación: la columna. En algunas pinturas, como la Anunciación de Francesco del Cossa (1470) (Fig. 3), la columna está situada en el eje visual que liga las dos figuras, la del ángel y la de la Virgen, dispuestas oblicuamente en profundidad, y funciona como el eje central de la composición. En su magnífico estudio sobre la Anunciación italiana, Daniel Arasse señala el carácter paradójico de esta columna pues es eje de la composición aunque en contradicción con la apariencia esperada de una composición en perspectiva, lo cual alude a la paradoja del Dios hecho hombre y corrobora la identificación de la columna con Cristo o con la Virgen. Si la doble naturaleza de Cristo se busca expresar mediante imágenes paradójicas, lo mismo acontece con la Virgen cuyo destino está sujeto a la ley de lo imposible. Por ello Cristo y la Virgen comparten los símbolos en la iconografía tradicional, en especial, la columna y la puerta. También el jarro con flores, que encontramos por vez primera en la Anunciación de Duccio (1308-1311) (Fig. 4) alude respectivamente a una y a otro, y simultáneamente a los dos. En Anuntius se ha mantenido intacto este elemento tradicional, aunque el vaso que contiene la flor resulte en su transparencia prácticamente invisible. Pero la presencia de la flor constituye una clara referencia al pasado tradicional de modo que establece la conexión entre estas imágenes nuevas y sus antecedentes históricos. La desnudez de los cuerpos, que constituye la ruptura iconográfica más intensa de esta obra y también la más provocadora, parece protegida por la flor blanca que, de un modo emblemático, quiere conducir adecuadamente la mirada del espectador (stamen auri I, II, III). Símbolo de la pureza y de la virginidad de María es testigo aquí de ambos atributos para los cuerpos a los que acompaña.
Si las arquitecturas han sido suprimidas como lugar del acontecimiento que aquí sucede en un espacio indeterminado, no se ha renunciado a hacer referencia al simbolismo de la casa de María como lugar de la tierra, lo que se hace a partir del cubo blanco que sostiene el cuerpo de la artista (gaude I, II). Ciertamente, un cubo en perspectiva sirve para construir la casa de María en las dos Anunciaciones de Fra Angelico, la de San Giovanni Valdano (1430-1433) (Fig. 5) y la de Cortona (1433-1434) (Fig. 6), aunque en esta última se oculte parte del cubo, mostrándose dos de los tres arcos que debieran componer la parte frontal, según enseña la reconstrucción del edificio (Fig. 7). Daniel Arasse ha interpretado este ocultamiento como un modo de aludir a la incomensurabilidad del cuerpo de María, el lugar del misterio y de lo imposible. Porque, en realidad ¿qué es lo que vemos de esta historia de la Anunciación?, y además, ¿cuáles son las posibilidades de visualizar esta historia? Se trata, en efecto, del empeño por ver lo invisible, según la expresión de Michel Henry para hablar de la abstracción de Kandinsky y el espacio de la interioridad. La invisibilidad afecta a diversos aspectos de la existencia y a distintos planos de lo que denominamos realidad. En lo que ahora nos ocupa, no deja de resultar paradójico que fuera justamente la perspectiva, generadora en principio de la ilusión de la realidad material y física, la que mostrara tal complicidad y afinidad con el tema de la Anunciación, que nos sitúa ante una radical invisibilidad cual es el advenimiento de lo divino y celestial en lo humano y terrenal. Dos órdenes de realidad que, en principio, no pueden encontrarse, porque están situados uno con respecto a otro en lo discontinuo y suponen una ruptura de nivel. Pero justamente fue el juego con la apariencia y los diversos modos de empleo de la perspectiva lo que fue ampliamente elaborado por los pintores renacentistas que ante el problema artístico que suponía la Anunciación, ofrecieron respuestas absolutamente extraordinarias. La visión de la invisible constituyó, sin duda, el gran objeto de reflexión. Algunos artistas quisieron aludir a ello de un modo explícito, como por ejemplo sucede en la Anunciación realizada como decoración de un relicario en la iglesia de san Lorenzo de Florencia de fra Filippo Lippi (1438-1440) (Fig. 8). En esta obra aparecen a la izquierda de la escena de la Anunciación otros dos ángeles, uno de los cuales vuelve su rostro hacia el espectador, mientras que el otro dirige su mirada al vaso con flores que está fuera y dentro de la arquitectura “transgrediendo virtualmente la impenetrabilidad de la superficie pintada”. Estos dos ángeles son los testigos, no tanto de la Anunciación como de la Encarnación misma, invisible a los ojos humanos. Lo que no podemos ver se concentra en el símbolo que, como siempre, no sólo desvela sino que al mismo tiempo oculta, como cifra del misterio. En Anuntius el misterio no se concentra en el vaso con flores, sino en otras imágenes, como el cuerpo recorrido por el hilo de luz (nuntiavit). La luz fecunda el cuerpo de la mujer, abierto para recibirla (lux II, dominus tecum I y II). En su estudio sobre las experiencias de la luz mística, Mircea Eliade comentaba la identificación en el tantrismo de luz y semen viril, del mismo modo que en el taoísmo, concretamente en El misterio de la flor de oro traducido por Richard Wilhelm y comentado por Carl Gustav Jung, lo fundamental no era tanto el descubrimiento de la luz como su circulación por el interior del cuerpo. Comentaba Eliade: “Se recomiendan muchos procedimientos, pero el más importante parece ser lo que el texto denomina “movimiento regresivo”, “marchar contra corriente”. Gracias a este ejercicio psico-fisiológico los pensamientos se reúnen en el lugar de la Conciencia celeste, el Corazón celeste –y allí se nos dice que la luz es soberana. /…/Notemos solamente que en este ejercicio, la luz interior se ha puesto en circulación y que si se le permite moverse bastante tiempo en círculo, se cristaliza, es decir, da nacimiento a lo que se denomina Cuerpo-espíritu natural. La circulación de la Luz produce en el interior del cuerpo la verdadera semilla, que se transforma en embrión. Al calentarlo, alimentándolo y bañándolo un año entero por un método que es ciertamente alquímico (pues el texto hace alusión al fuego) el embrión llega a la madurez, es decir, que nace un ser nuevo. /…/Así pues, la eclosión de la flor de oro se señala por una experiencia de luz. /…/La luz reside de una forma natural en el interior del hombre, en su corazón. Se llega a despertarla y a ponerla en circulación por un proceso cosmo-fisiológico místico. Dicho de otro modo, el secreto de la vida y de la inmortalidad del cuerpo está inscrito en la estructura misma del Cosmos, y, por consiguiente, igualmente en la estructura del microcosmos que es todo ser humano.” Eliade establece las homologías entre el relato taoísta y la natividad en las religiones persa y cristiana, con la estrella que señala la luz de la cueva, pero no alude a la Anunciación. En otra Anunciación del mismo Fra Filippo Lippi (1460) que se conserva en la National Gallery, Daniel Arasse destaca la invención más sorprendente de la pintura que consiste justamente en la penetración de un rayo de luz en el vientre de María (Fig. 9). Frente al vientre de la Virgen, de su ombligo, está colocada la paloma, -un lugar inusitadamente bajo pues se solía colocar por encima de María o bien de toda la escena-, de la que sale un rayo de luz en forma de pirámide que entra por una botonera abierta. En respuesta sale a su vez de la botonera otra pirámide de rayos de oro. Se trata de un detalle extraordinario que se ha interpretado como la representación de la encarnación según el modelo de la óptica medieval, pues para Bacon o Grosseteste es el rayo visual central, perpendicular al objeto visto, lo que certificaba claramente la imagen del objeto. Parecen aquí conjugarse esta teoría científica de la visión con la metafísica cristiana de la luz, que el arzobispo de Florencia, san Antonino, contemporáneo de Fra Angelico y de Filippo Lippi, recordara al sostener que “la gracia de Dios es como un rayo de sol que a mediodía golpea el suelo en ángulo recto.” Las interpretaciones contextuales no excluyen, sin embargo, el significado que al rayo de luz prestan las simbólicas, como las de un Eliade. Desde las homologías que pueden observarse con otras religiones, el acontecimiento cristiano de la Anunciación se presenta como un engendramiento de luz, que es tal y como se muestra en Anuntius. Por mucho que la presencia del cuerpo y de la vulva (fructus ventris tui III, IV) nos inciten a entender estas imágenes en su literalidad, éstas no son menos simbólicas que las de la paloma y su rayo de oro, pues continúan siendo expresión de un suceso invisible. Inaudible también, como se sugiere con la colocación de la paloma junto al oído de María en la Anunciación realizada por Cosme Tura en 1469 para decorar las tablas del órgano de la catedral de Ferrara (Fig. 10), que podemos confrontar con una imagen de Anuntius (per aurem). Se trata también de un detalle iconográfico excepcional que acentúa la dimensión sonora del acontecimiento, ya indicada por el propio órgano que ocupa el lugar entre el ángel y María, un entredós que constituye un intervalo sagrado, original forma de solucionar lo irrepresentable del suceso.
Si desde un punto de vista textual, la Anunciación se ofrece como un diálogo en el que el ángel anuncia a María su engendramiento divino y a su vez María responde con su aceptación, en el lenguaje pictórico las palabras intervienen en ocasiones, como sucede por ejemplo en la Anunciación de Fra Angelico (Fig. 6), pero por lo general la comunicación entre el ángel y María se significa a través de la gestualidad: la salutación del ángel se expresa por la postura de su mano y dedos, mientras que el gesto de María cruzando sus dos manos sobre el pecho parece tanto aludir a su turbación inicial (lo que se intensifica con un gesto corporal de retiro) como a su voluntad de convertirse en sierva del Señor. La liberación de las manos de María cruzadas sobre el pecho y la apertura de sus brazos la encontramos en la Anunciación para san Lorenzo de Florencia de fra Filippo Lippi (Fig. 11, detalle). Fue Donatello quien primero dramatizó la representación esculpida del tema, abriendo la postura de la Virgen hacia el ángel y reafirmando así la relación entre las dos figuras. En la Anunciación de Botticelli (1489-1490) el movimiento de las dos figuras se ha intensificado y las manos de la Virgen adquieren un fuerte tono expresivo como respuesta a la salutación del ángel (Fig. 12). En Anuntius se ha recurrido a la movilidad gestual para mostrar el diálogo entre los dos cuerpos, en libertad total, fuera de cualquier marco (lux I, gaude I, II). Manos que ofrecen la luz, manos que reciben la luz (dominus tecum II, commotio lucis I, II, ne timeas III, fructus ventris tuis I, II, III). Ondas de luces invaden los cuerpos (seminare lucem). La columna de luz abandona su posición de eje para adoptar la horizontalidad, para cruzarse con otra (coniunctio lucis), y siempre establecer el diálogo (amnis luminis), la relación entre los cuerpos que sobre distintos pedestales (los cubos) los colocan en niveles y alturas diferentes (stamen auri I, II, III). La llegada imprevista del ángel, su irrupción impetuosa, como aparece en la impresionante figura de la Anunciación de Giovanni Bellini (1500) (Fig. 13) contrasta con las anteriores representaciones del ángel ya arrodillado en la casa de María aunque a veces con las alas alzadas lo que indica su inmediato descenso en la tierra, y ésta es la postura que adopta en algunas imágenes de Anuntius, emergiendo desde la izquierda con los brazos extendidos, con la flor blanca en la mano, manejando las ondas de luz (ne timeas I, II, stamen luminis I, II).
III.
Una cierta redondez predomina entre las formas elegidas para Anuntius: desde el mismo cuerpo de pechos redondos hasta el sol blanco (semen luminis I), o los hilos de fluorescencia circulares (fructus ventris tui I, II, III) y la esfera plateada. En dos imágenes, el ángel aparece arrodillado y cubierto por un manto dorado sobre un pedestal, mientras la figura del manto azul, color mariano por excelencia, se encuentra de pie manteniendo una esfera plateada que le entrega al ángel en la imagen siguiente imponiendo sus manos (caro factum est I,II). La escena está presidida por la flor de lis. Los ropajes que ahora visten los cuerpos desnudos, parecen dotarles de una dramatización mayor, de una teatralidad de la que estaban exentas las imágenes anteriores. Se aprecia aquí la necesidad del ritual como el acto que simboliza el acontecimiento interior. Mapi Rivera declara explícitamente en su texto a la exposición que ésta es el resultado de una experiencia interpretada por ella misma como una vivencia de la anunciación, esto es, del encuentro, la concepción y el nacimiento. En la mística cristiana no sólo se acepta la posibilidad de la repetición de la experiencia, sino que ésta es altamente reclamada, pues como decía Angelus Silesius “He de ser María y Dios ha de nacer en mí”. La Anunciación se puede comprender literalmente como un hecho histórico, pero también hay que entenderla como un suceso simbólico, fuera del tiempo de la historia. Metáforas o símbolos irrumpen para expresar el instante de engendramiento nacido del amor. La feminidad no es sino esa redondez que, como sostenía Gaston Bachelard, constituye el lugar de la intimidad. Virgen, porque tiene que ser vaciada y purificada, limpiada, de todo lo que impida el nacimiento. Es el templo vacío. Mujer, porque es pura fertilidad. Es indudable que la artista conoce la tradición mística, según se desprende sin dificultad de sus textos; también el simbolismo, que implica homologías entre tradiciones religiosas diversas, entre las orientales y el mismo cristianismo. La coherencia que destila de sus escritos y de su obra plástica, no sólo apunta al conocimiento sino a la veracidad de la experiencia, revivida en la creación, formalizada a través del lenguaje propio de su época, pero en franco diálogo con la tradición artística europea. Anuntius se instala decididamente en un contexto religioso, lo que no implica que ésta sea una obra religiosa. El texto evangélico y su elaboración en el arte gótico y renacentista ofrecen el marco para situar la experiencia interior. La mirada que recorra las imágenes de Anuntius no tiene que sentir necesariamente el placer que proporciona la experiencia estética. No me parece que sea ése su objetivo. Lo que ciertamente embarga al espectador es una emoción que nace en el momento en que sucede el reconocimiento de las imágenes y su comprensión como el supremo esfuerzo por rasgar los velos que impiden la visibilidad del cuerpo de luz.